8.6. Alteraciones del equilibrio hidroelectrolítico en la infancia
Su bajo peso y su elevado porcentaje de agua corporal (80% al nacer) hacen que el niño, especialmente el lactante, sea mucho más sensible que el adulto a sufrir desequilibrios hidroelectrolíticos por pérdidas o ganancias de líquidos secundarias a cuadros de diarrea, fiebre, vómitos, exposición a elevadas temperaturas, o ingestas inadecuadas. Las consecuencias de la deshidratación y la sobrehidratación en los niños son más graves cuanto menor es la edad y la masa corporal.
El mantenimiento de un correcto estado de hidratación durante la niñez es una condición necesaria para el desarrollo y la maduración de todas las estructuras corporales y, por lo tanto, para un normal ritmo de crecimiento. A corto plazo, desequilibrios agudos como la deshidratación grave producida por diarrea, pueden poner en riesgo la vida del niño hasta el punto de ser ésta una de las principales causas de mortalidad infantil en los países del tercer mundo.
8.6.1. Condicionantes que hacen de la población infantil un grupo de riesgo frente a la deshidratación.
El más importante es la elevada relación superficie corporal/peso que en neonatos es hasta tres veces superior a la del adulto. Esto implica que la proporción de masa total expuesta a las pérdidas insensibles es más grande en los niños, especialmente hasta los 2 años, de forma que son mucho más propensos a deshidratarse, haciéndolo de forma muy rápida, sobre todo en ambientes calurosos, húmedos y poco ventilados como los de algunas guarderías y hogares demasiado calefactados en invierno.
Otro condicionante que debe ser considerado es la dependencia que muestran los niños de corta edad a la hora de acceder al agua, lo que conlleva el riesgo de una inadecuada respuesta a sus necesidades por parte de los adultos responsables de su cuidado.
Por otro lado, el riñón del niño presenta una menor capacidad de concentrar solutos de tal forma que la introducción precoz o el exceso de alimentos con una elevada carga osmótica, como los ricos en proteínas y sal, produce más pérdidas de agua al elevarse la diuresis esencial (agua ligada a solutos). Esto trae consigo un aumento proporcional de las necesidades de agua que, de no satisfacerse, provoca fácilmente situaciones de deshidratación y concentración del medio interno.
El agua ha de ser introducida en la dieta del lactante cuando se administran los primeros alimentos diferentes a la leche materna o a las fórmulas de inicio (zumos de frutas, purés de verduras cocidas, etc.), lo que suele ocurrir alrededor del quinto mes de vida. Tales alimentos suponen la primera carga de solutos que debe ser compensada con una pequeña ingesta de agua. Hasta ese momento, la leche materna por si misma satisface las necesidades hídricas aportando un 87% de agua con una osmolaridad baja, similar a la del organismo (en torno a 285-290 mOsm/l).
Durante los primeros meses el bebé aumenta o disminuye espontáneamente la ingesta de leche regulando su balance hídroelectrolítico sin necesidad de beber agua; antes al contrario, la administración forzada de agua puede ocasionar sobrehidratación e hiponatremia que pueden afectar el desarrollo neurológico del lactante. Por otro lado, la inclusión adelantada de alimentos como la leche de vaca (cuya osmolaridad es de unos 350 mOsm/l), alimentos salados, productos ricos en proteínas o bien excesivamente dulces, supone una sobrecarga de solutos para la que el riñón del bebé aún no está preparado, pudiendo provocar cuadros de deshidratación hiperosmolar.
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